El pasado viernes, 31 de octubre, se presentó el nuevo curso de formación donde se trabajará la exhortación apostólica "La alegría del evangelio", escrito por nuestro papa Francisco. La próxima sesión la tendremos este viernes, 7 de noviembre, a las 21.00 h en nuestra casa-Hdad. de San Agustín. Para las personas que no pudieron asistir, a continuación, tiene la Introducción de dicha exhortación, que, aproximadamente, son 17 páginas y que deberían ser leídas antes de la nueva sesión de este viernes y subrayar aquello que les llame la atención o no entiendan.
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
EVANGELII GAUDIUM
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
EVANGELII GAUDIUM
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FILES LAICOS
SOBRE
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
EN EL MUNDO ACTUAL
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FILES LAICOS
SOBRE
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
EN EL MUNDO ACTUAL
1. La
alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se
encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado,
de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre
nace y renace la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles
cristianos, para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa
alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años.
2. El gran
riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una
tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda
enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida
interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los
demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza
la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los
creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y
se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de
una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la
vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.
3. Invito a
cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar
ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la
decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No
hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque
«nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor».[1] Al que arriesga, el
Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre
que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento
para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé
de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te
necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos
redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto
una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos
cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta
veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces
siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá
quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él
nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca
nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la
resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que
nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!
4. Los
libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la salvación,
que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se
dirige al Mesías esperado saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la
alegría, acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a los habitantes de Sión a
recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y de júbilo!» (12,6). A quien ya
lo ha visto en el horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero
para los demás: «Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión, clama con
voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera
participa de esta alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra!
¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su
pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (49,13).
Zacarías,
viendo el día del Señor, invita a dar vítores al Rey que llega «pobre y montado
en un borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén, que
viene a ti tu Rey, justo y victorioso!» (Za 9,9).
Pero quizás
la invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías, quien nos muestra al
mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría que quiere comunicar
a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de vida releer este texto: «Tu Dios
está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva
con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (So 3,17). Es
la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana,
como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la
medida de tus posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día»
(Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas
palabras!
5. El
Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a
la alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate» es el saludo del ángel a María
(Lc 1,28). La visita de María a Isabel hace que Juan salte de
alegría en el seno de su madre (cf. Lc 1,41). En su canto
María proclama: «Mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47).
Cuando Jesús comienza su ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi alegría, que ha
llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de alegría
en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Su mensaje es fuente de gozo: «Os
he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría
sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría cristiana bebe de la fuente
de su corazón rebosante. Él promete a los discípulos: «Estaréis tristes, pero
vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). E insiste:
«Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra
alegría» (Jn 16,22). Después ellos, al verlo resucitado, «se
alegraron» (Jn 20,20). El libro de los Hechos de los Apóstoles
cuenta que en la primera comunidad «tomaban el alimento con alegría» (2,46).
Por donde los discípulos pasaban, había «una gran alegría» (8,8), y ellos, en
medio de la persecución, «se llenaban de gozo» (13,52). Un eunuco, apenas
bautizado, «siguió gozoso su camino» (8,39), y el carcelero «se alegró con toda
su familia por haber creído en Dios» (16,34). ¿Por qué no entrar también
nosotros en ese río de alegría?
6. Hay
cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco
que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias
de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece
al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser
infinitamente amado, más allá de todo. Comprendo a las personas que tienden a
la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco
hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una
secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me
encuentro lejos de la paz, he olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la
memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no
se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se renuevan. ¡Grande es su
fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26).
7. La
tentación aparece frecuentemente bajo forma de excusas y reclamos, como si
debieran darse innumerables condiciones para que sea posible la alegría. Esto
suele suceder porque «la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las
ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría».[2] Puedo
decir que los gozos más bellos y espontáneos que he visto en mis años de vida
son los de personas muy pobres que tienen poco a qué aferrarse. También
recuerdo la genuina alegría de aquellos que, aun en medio de grandes
compromisos profesionales, han sabido conservar un corazón creyente,
desprendido y sencillo. De maneras variadas, esas alegrías beben en la fuente
del amor siempre más grande de Dios que se nos manifestó en Jesucristo. No me
cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del
Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran
idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un
nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».[3]
8. Sólo
gracias a ese encuentro –o reencuentro– con el amor de Dios, que se convierte
en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la
autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que
humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos
para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción
evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el
sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?
9. El bien
siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza
busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda
liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás.
Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir
con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar
su bien. No deberían asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: «El
amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara
el Evangelio!» (1 Co 9,16).
10. La
propuesta es vivir en un nivel superior, pero no con menor intensidad: «La vida
se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho,
los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y
se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás».[4] Cuando
la Iglesia convoca a la tarea evangelizadora, no hace más que indicar a los
cristianos el verdadero dinamismo de la realización personal: «Aquí descubrimos
otra ley profunda de la realidad: que la vida se alcanza y madura a medida que
se la entrega para dar vida a los otros. Eso es en definitiva la misión».[5] Por
consiguiente, un evangelizador no debería tener permanentemente cara de
funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, «la dulce y confortadora alegría
de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas […] Y ojalá el
mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así
recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados,
impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida
irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría
de Cristo».[6]
11. Un
anuncio renovado ofrece a los creyentes, también a los tibios o no
practicantes, una nueva alegría en la fe y una fecundidad evangelizadora. En
realidad, su centro y esencia es siempre el mismo: el Dios que manifestó su
amor inmenso en Cristo muerto y resucitado. Él hace a sus fieles siempre nuevos;
aunque sean ancianos, «les renovará el vigor, subirán con alas como de águila,
correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40,31). Cristo
es el «Evangelio eterno» (Ap 14,6), y es «el mismo ayer y hoy y
para siempre» (Hb 13,8), pero su riqueza y su hermosura son
inagotables. Él es siempre joven y fuente constante de novedad. La Iglesia no
deja de asombrarse por «la profundidad de la riqueza, de la sabiduría y del
conocimiento de Dios» (Rm 11,33). Decía san Juan de la Cruz: «Esta
espesura de sabiduría y ciencia de Dios es tan profunda e inmensa, que, aunque
más el alma sepa de ella, siempre puede entrar más adentro».[7] O
bien, como afirmaba san Ireneo: «[Cristo], en su venida, ha traído consigo toda
novedad».[8] Él
siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad y,
aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la propuesta
cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas
aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante
creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la
frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos,
otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado
significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción
evangelizadora es siempre «nueva».
12. Si bien
esta misión nos reclama una entrega generosa, sería un error entenderla como
una heroica tarea personal, ya que la obra es ante todo de Él, más allá de lo
que podamos descubrir y entender. Jesús es «el primero y el más grande
evangelizador».[9] En
cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios, que quiso
llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. La
verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere producir, la que
Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de mil maneras. En
toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la iniciativa es de
Dios, que «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que «es Dios quien
hace crecer» (1 Co 3,7). Esta convicción nos permite conservar la
alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante que toma nuestra vida
por entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo.
13. Tampoco
deberíamos entender la novedad de esta misión como un desarraigo, como un
olvido de la historia viva que nos acoge y nos lanza hacia adelante. La memoria
es una dimensión de nuestra fe que podríamos llamar «deuteronómica», en
analogía con la memoria de Israel. Jesús nos deja la Eucaristía como memoria
cotidiana de la Iglesia, que nos introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc 22,19).
La alegría evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria
agradecida: es una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles jamás olvidaron
el momento en que Jesús les tocó el corazón: «Era alrededor de las cuatro de la
tarde» (Jn 1,39). Junto con Jesús, la memoria nos hace presente
«una verdadera nube de testigos» (Hb 12,1). Entre ellos, se
destacan algunas personas que incidieron de manera especial para hacer brotar
nuestro gozo creyente: «Acordaos de aquellos dirigentes que os anunciaron la
Palabra de Dios» (Hb 13,7). A veces se trata de personas sencillas
y cercanas que nos iniciaron en la vida de la fe: «Tengo presente la sinceridad
de tu fe, esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice» (2 Tm1,5).
El creyente es fundamentalmente «memorioso».
14. En la
escucha del Espíritu, que nos ayuda a reconocer comunitariamente los signos de
los tiempos, del 7 al 28 de octubre de 2012 se celebró la XIII Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre el tema La nueva
evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Allí se recordó que
la nueva evangelización convoca a todos y se realiza fundamentalmente en tres
ámbitos.[10] En
primer lugar, mencionemos el ámbito de la pastoral ordinaria,
«animada por el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles
que regularmente frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor
para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna».[11] También
se incluyen en este ámbito los fieles que conservan una fe católica intensa y
sincera, expresándola de diversas maneras, aunque no participen frecuentemente
del culto. Esta pastoral se orienta al crecimiento de los creyentes, de manera
que respondan cada vez mejor y con toda su vida al amor de Dios.
En segundo
lugar, recordemos el ámbito de «las personas bautizadas que no
viven las exigencias del Bautismo»,[12] no
tienen una pertenencia cordial a la Iglesia y ya no experimentan el consuelo de
la fe. La Iglesia, como madre siempre atenta, se empeña para que vivan una
conversión que les devuelva la alegría de la fe y el deseo de comprometerse con
el Evangelio.
Finalmente,
remarquemos que la evangelización está esencialmente conectada con la
proclamación del Evangelio aquienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han
rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la
nostalgia de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos
tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de
anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino
como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete
deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino «por atracción».[13]
15. Juan
Pablo II nos invitó a reconocer que «es necesario mantener viva la solicitud
por el anuncio» a los que están alejados de Cristo, «porque ésta es la
tarea primordial de la Iglesia».[14] La
actividad misionera «representa aún hoy día el mayor desafío para
la Iglesia»[15] y
«la causa misionera debe ser la primera».[16] ¿Qué
sucedería si nos tomáramos realmente en serio esas palabras? Simplemente
reconoceríamos que la salida misionera es el paradigma de toda obra de
la Iglesia. En esta línea, los Obispos latinoamericanos afirmaron que
ya «no podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos»[17] y
que hace falta pasar «de una pastoral de mera conservación a una pastoral
decididamente misionera».[18] Esta
tarea sigue siendo la fuente de las mayores alegrías para la Iglesia: «Habrá
más gozo en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y
nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7).
Propuesta y
límites de esta Exhortación
16. Acepté
con gusto el pedido de los Padres sinodales de redactar esta Exhortación.[19] Al
hacerlo, recojo la riqueza de los trabajos del Sínodo. También he consultado a
diversas personas, y procuro además expresar las preocupaciones que me mueven
en este momento concreto de la obra evangelizadora de la Iglesia. Son
innumerables los temas relacionados con la evangelización en el mundo actual
que podrían desarrollarse aquí. Pero he renunciado a tratar detenidamente esas
múltiples cuestiones que deben ser objeto de estudio y cuidadosa
profundización. Tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una
palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la
Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales
en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus
territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable
«descentralización».
17. Aquí he
optado por proponer algunas líneas que puedan alentar y orientar en toda la
Iglesia una nueva etapa evangelizadora, llena de fervor y dinamismo. Dentro de
ese marco, y en base a la doctrina de la Constitución dogmática Lumen gentium, decidí, entre otros
temas, detenerme largamente en las siguientes cuestiones:
a) La reforma de la Iglesia en salida misionera.
b) Las tentaciones de los agentes pastorales.
c) La Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza.
d) La homilía y su preparación.
e) La inclusión social de los pobres.
f) La paz y el diálogo social.
g) Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.
b) Las tentaciones de los agentes pastorales.
c) La Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza.
d) La homilía y su preparación.
e) La inclusión social de los pobres.
f) La paz y el diálogo social.
g) Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.
18. Me
extendí en esos temas con un desarrollo que quizá podrá pareceros excesivo.
Pero no lo hice con la intención de ofrecer un tratado, sino sólo para mostrar
la importante incidencia práctica de esos asuntos en la tarea actual de la
Iglesia. Todos ellos ayudan a perfilar un determinado estilo evangelizador que
invito a asumir en cualquier actividad que se realice. Y así, de
esta manera, podamos acoger, en medio de nuestro compromiso diario, la
exhortación de la Palabra de Dios: «Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito,
¡alegraos!» (Flp 4,4).